En el 30º aniversario de los Acuerdos de paz en El Salvador
Columna del señor Iqbal Riza, quien fue jefe de misión de ONUSAL cuando se firmaron los Acuerdos de paz
Me han pedido escribir sobre mis memorias personales de mi tiempo en ONUSAL.
Como sabemos, El Salvador sufrió una cruenta guerra civil, desde de octubre de 1979 a enero de 1992 en la cual fueron asesinadas entre 75 y 80,000 personas. Esto ocurrió durante la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética suministraban armamento a pequeños Estados que seguían sus instrucciones. La desintegración de la Unión Soviética implicó una disminución significativa del apoyo político y militar de las dos potencias dominantes. Pronto esto tuvo un impacto en la guerra civil en El Salvador. La principal incursión del FMLN en San Salvador en 1989 fue rechazada con dificultad por la Fuerza Armada y condujo la decisión del Presidente Alfredo Cristiani de buscar la intervención del Secretario General de las Naciones Unidas para negociar el fin del conflicto.
Bajo la autoridad del Secretario General, Javier Pérez de Cuéllar, las negociaciones entre el Gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) fueron conducidas por el Subsecretario General Álvaro de Soto, que orientó a ambas partes para que no dejaran pasar esta oportunidad.
En realidad, las negociaciones continuaron hasta que se llegó a un acuerdo sobre las 4:00 horas del 1 de enero de 1992, pero el segundo mandato del Secretario General Pérez de Cuéllar había terminado a medianoche del 31 de diciembre de 1991, por lo tanto, se detuvo el reloj a medianoche hasta que se alcanzara un acuerdo, indicando así que el tratado se había finalizado el 31 de diciembre de 1991. Lo único que quedaba por hacer sobre el papel era que el sucesor, el Secretario General Boutros-Boutros Ghali, firmara formalmente el Acuerdo de Chapultepec, el 16 de enero de 1992.
El 20 de mayo de 1991, el Consejo de Seguridad autorizó el despliegue de una misión de mantenimiento de la paz, cuyo acrónimo era ONUSAL, para ayudar a las dos partes a aplicar la resolución.
Yo ya estaba en la capital desde hacía algunos meses, ya que, durante las negociaciones, el FMLN había solicitado con insistencia el despliegue de una misión de avanzada antes del cese del fuego para iniciar una investigación sobre las denuncias generalizadas de graves violaciones de los derechos humanos, a lo que el Gobierno había accedido a regañadientes. Por supuesto, todos tuvimos que tomar precauciones, ya que las operaciones militares continuaron mientras se desarrollaban las negociaciones.
ONUSAL, con su sede en San Salvador, se desplegó en cuatro regiones: San Salvador (con una oficina en Chalatenango), San Miguel (con una oficina en Usulután), Santa Anna y San Vicente.
Cada región contaba con funcionarios políticos, de derechos humanos y militares que trabajaban juntos sin mayores problemas, el personal de derechos humanos estaba asignado en cada sede regional.
Nuestra primera reunión con el gobierno fue con el presidente Alfredo Christiani. El equipo salvadoreño era aproximadamente tres veces más numeroso que el de la ONU. En la reunión se discutieron las líneas generales del modus operandi de la misión y se aclararon los entendimientos.
Antes de levantarnos de la mesa le dije al Presidente que al día siguiente iríamos al territorio del FMLN para reunirnos con sus líderes. El Presidente dijo que eso no se podía permitir. Le recordé amablemente que el mandato de la misión exigía que trabajáramos con ambas partes y la reunión terminó con esta nota incierta.
A la mañana siguiente, con un pequeño equipo en vehículos blancos de la ONU, llegamos a la línea que separaba el territorio controlado por el Gobierno y el del FMLN. La carretera estaba bloqueada y los guardias militares dijeron que no podían dejarnos pasar hasta que ellos recibieran instrucciones oficiales. Les pedimos ponerse en contacto con su oficina en San Salvador, y dos horas más tarde levantaron la barrera para dejarnos pasar.
Los acuerdos de paz exigían que los excombatientes del FMLN se desmovilizaran y se incorporaran a la vida civil, y la misión trabajó con personal del gobierno para iniciar programas de formación. Al cabo de un par de meses pudimos notar que las tensiones disminuían a medida que la gente empezaba a adaptarse a los cambios en la vida cotidiana, sin la amenaza de la fuerza por ninguna de las partes.
Una tarea importante de ONUSAL fue facilitar y supervisar la concentración de fuerzas por parte de los dos bandos, cada uno en sus propias bases separadas en todo el país. Sus armas se almacenaban en depósitos cerrados, cada uno con dos llaves. Una la tenía el comandante del campamento, la otra el oficial militar de ONUSAL destinado en el campamento, cuyo permiso era necesario para sacar un arma del depósito. En algunas regiones los depósitos de los dos bandos estaban bastante cerca el uno del otro. Fue un orgullo para los militares salvadoreños y los guerrilleros del FMLN -y para ONUSAL- que durante el año que estuvieron en sus depósitos no se disparara un solo tiro.
Se trajeron tropas adicionales de otros países latinoamericanos para la destrucción de grandes cantidades de armas, también supervisadas por oficiales militares de ONUSAL.
De acuerdo con los requerimientos de los acuerdos de paz, algunos batallones militares que se habían ganado una reputación de excesiva violencia fueron disueltos bajo la observación de los militares de ONUSAL. Uno de ellos, el Atlacatl, había matado entre 800 y 1,000 habitantes de El Mozote en diciembre de 1981, la peor masacre de civiles desarmados durante el conflicto.
Por supuesto, el personal de ONUSAL trabajó en coordinación con sus contrapartes salvadoreñas para cumplir los requerimientos de los acuerdos, y no hubo mayores problemas.
Los antiguos batallones de policía no tenían una imagen como la del ejército, pero habían perdido su profesionalidad. Fueron sustituidos por nuevas unidades formadas por policías de ONUSAL procedentes de varios países de América Latina, que empezaron a funcionar después de mi partida.
Lo que sí recuerdo es la dramática integración del FMLN formalmente en la Asamblea Legislativa como partido político. Recuerdo los aplausos cuando la Comandancia entró y se juramentó en su cargo, como miembros titulares de la Asamblea Legislativa de la República.
La tarea más difícil y complicada de los Acuerdos de paz fue el programa de reforma agraria, que no fue bien recibido por los grandes terratenientes. Altos funcionarios de la ONU de Nueva York se esforzaron por desenredar este complejo asunto, pero todavía tiene muchos cabos sueltos. Este fue el tema más complejo y difícil durante las negociaciones y no pudo finalizarse antes de que terminara el mandato del Secretario General, Pérez de Cuéllar, por lo que el tema quedó muy diluido.
Hubo varias otras reformas, pero no puedo decir mucho sobre ellas ya que no tengo ningún registro y mi memoria es poco fiable después de treinta años.
Estos logros de ONUSAL han sido reconocidos por diferentes gobiernos, académicos, investigadores y medios de comunicación. Es muy lamentable que se hayan visto gravemente perjudicados por la violencia y la casi anarquía ejercida por las maras que se repatriaron desde los EE.UU., que los habían recibido para su protección de los peligros del conflicto que asolaba su patria.
Una última historia sobre el regreso del FMLN a El Salvador. El convoy de los comandantes del FMLN viajó desde el aeropuerto escoltado por personal militar y policial de ONUSAL, por militares y policías salvadoreños y, sin duda, por su propio personal de seguridad. En el convoy también iban varios embajadores, cada uno de los cuales había acordado acoger a uno de los comandantes como invitado, para garantizar su seguridad hasta que hicieran sus arreglos a largo plazo.
Nuestro primer destino fue la sede de ONUSAL. Esta se encontraba en un hotel que tenía unas tres plantas. En la planta baja había un salón muy grande que podía utilizarse para conferencias y otros actos. Ofrecí a la Comandancia la opción de venir a nuestra sede desde el aeropuerto para reunirse con sus partidarios dentro de San Salvador en este salón, y un buen número estaba esperando. Esperaban mantener conversaciones durante unas cuatro horas.
Al cabo de un par de horas pensé en bajar para asegurarme de que todo iba bien. En la escalera oí el inconfundible sonido de un disparo. Me mortificó que esto pudiera ocurrir en nuestras oficinas y, francamente, me aterrorizó la posibilidad de que uno de los comandantes pudiera resultar herido o muerto.
Me apresuré a entrar en el vestíbulo, que estaba desordenado porque la gente había sido tomada por sorpresa. Vi a Schafik Handal sentado en una silla y, con la mano derecha, frotándose la pantorrilla derecha con una mirada inquisitiva. Me aseguró que estaba bien, pero que no sabía cómo se había hecho daño en la pantorrilla. Un médico se puso a su disposición y comprobó que una bala había atravesado superficialmente el músculo sin causar ninguna lesión importante. Esa bala atravesó una fina pared de una pistola que llevaba uno de los guardaespaldas del Comandante, ¡que la estaba limpiando!
No pude dormir bien esa noche, reflexionando que si la pistola hubiera apuntado un centímetro o menos en dirección al Comandante, qué desastre y escándalo político podría haber sido.
Yo era muy consciente de la fuerza de la Iglesia católica en El Salvador.
El asesinato del arzobispo Óscar Romero en la catedral de San Salvador, y el asesinato por parte de los militares salvadoreños de seis profesores jesuitas y dos ayudantes en los terrenos de la Universidad Centroamericana de San Salvador fueron profundamente impactantes.
Durante mi estancia de más de dos años en El Salvador visité con regularidad al Arzobispo Arturo Rivera y Damas, principalmente para preguntarle sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado en El Salvador, y cada vez que nos encontrábamos obtuve mucho de su conocimiento.
Un último comentario antes de concluir. Pasé un año en Nicaragua como jefe de la misión de la ONU en ese país, y llegué a conocer a varios jesuitas y a tener un buen concepto de ellos. Un rasgo extraordinario es el de mi salida de Centroamérica. En los dos países en los que viví durante casi tres años, ni una sola vez escuché un comentario o una pregunta sobre qué hacía un musulmán en un país católico. Fue muy reconfortante.
Tengo los más gratos recuerdos de este bello país con su notable y resistente gente que lo ama aún a pesar de las penurias a las que ha sobrevivido. Me gustaría expresar mis más cordiales saludos a los amigos (algunos de los cuales, lamentablemente, ya no están en esta tierra) que adquirí durante mi estancia en El Salvador.